2 de septiembre de 1992
(10:00 p.m)
Desperté a
la mañana siguiente algo atolondrada. El cuerpo me pesaba más que
ningún otro día. Aún tenía los ojos cerrados, me senté sobre la
cama y dejé mis piernas colgando. Estiré mi brazo hasta conseguir
el horario que la anterior noche había dejado sobre la mesita de
noche. Lo dejé sobre mi regazo, y me restregué los ojos mientras
bostezaba. Algunas de mis compañeras estaban ya despiertas y otras
no. Después de revisar aquello, me quedé observando el horario y
repasándolo con mi dedo indice.
—Defensa Contra Las Artes
Oscuras... Bueno... al menos podré conocer a ese profesor del que
Draco me estuvo hablando durante el trayecto. Aunque no recuerde
mucho qué era lo que me contó sobre él —bostecé—, qué
sueño... No tengo hambre, así que puedo saltarme el desayuno y
tomarme más tiempo para despertarme. No creo que me riña nadie por
eso, ¿no? —me levanté de la cama y dejé el horario en el primer
cajón y me levanté para vestirme. Me coloqué frente al pequeño
espejo mientras me colocaba la corbata. Acaricié la seda de la que
se componía y sonreí. Me encantaban aquellos colores, y la
serpiente del extremo con aquel escudo. Me gustaba formar parte de
Slytherin.
Después de tenerlo todo
preparado, bajé hasta el Gran Comedor, incluso llegué a tiempo,
acababan de empezar el desayuno. Me senté al lado de Draco, como de
costumbre. Aunque allí estaba la idiota de Pansy. ¿Se podía ser
más desagradable?...
—Buenos días, Draco. Hola,
Pansy. Crabbe... Goyle... —les dije a modo de saludo, algo bastante
seco.
—¿Buenos días? Lo serán para
ti —contestó Draco, tan apático como de costumbre.
—¿No lo son para ti? —inquirí
curiosa. Los anteriormente nombrados, no abrieron la boca. Draco
parecía estar más de mal humor que otros días—. ¿Ocurre algo,
Draco?
—Nada que te importe.
Fruncí el entrecejo y me crucé
de brazos, dándole la espalda.
—Como quieras —dije molesta.
—Aún no me creo que tengamos
que soportar a Lockhart —comentó Draco con el resto del grupo,
haciéndome caso omiso.
—Tranquilo, Draco. No les
llegaba para más —añadió Pansy.
—Estúpido colegio —arqueó el
labio.
Busqué con la mirada la mesa de
los profesores, un escalofrío recorrió mi piel y hizo que me
revolviera sobre el asiento. No tenía explicación, simplemente
ocurrió al ver a Snape. Parecía que su cabello había crecido un
poco más, pero sus ojos seguían mostrando aquel oscuro y triste
color. Coloqué la mano en mi barbilla y le contemplé con cautela.
Draco, Pansy, Crabbe y Goyle seguían hablando, pero ni escuchaba lo
que decían, ni me interesaba. Estaba ocupada admirando tal belleza.
Ni siquiera se percató de que le estaba mirando, o quizá se hacía
el loco. Por si acaso, retiré la mirada, aunque a duras penas ¿para
qué mentir?
—Vamos, Lestrange, tenemos clase
—dijo Crabbe.
—Déjala, que se espabile
—manifestó Draco.
Arquee una ceja y me quedé
mirándole. ¿Se podía saber qué le había hecho yo? Recogí mis
libros y los llevé conmigo hasta el tercer piso. Me moría de
curiosidad por saber cómo era aquel profesor. Entré y me senté en
el pupitre más escondido del aula. No parecía haber ningún
profesor por allí. El aula estaba vacía y se empezaba a llenar de
alumnos. Cotillee la estancia con la mirada, había tantos artilugios
que nunca había visto antes... Levanté la vista, en el techo había
colgado el esqueleto de un dragón y un candelabro de hierro. En un
extremo del aula, se encontraba un proyector que se activaba por arte
de magia. También había escritorios y mesas, así como grandes
ventanales. Unas pequeñas escaleras comunicaban con una especie de
puerta de madera. La decoración era extraña. Había fotos en
movimiento y cuadros con un hombre de cabello algo ensortijado, rubio
y de ojos azules. Retiré la mirada, puesto que la puerta que tenía
enfrente se abrió. El hombre de los retratos y cuadros, salió con
aires elegantes.
—Permitidme presentaros a
vuestro nuevo profesor de Defensa contra as artes oscuras —hizo una
breve pausa—, yo. Gilderoy Lockhart —pronunció con cierto toque
melódico, bajando por las escaleras—, de la orden de Merlín, de
tercera clase. Miembro honorario de la liga para Defensa contra las
artes oscuras, y cinco veces galardonado, con el premio a la sonrisa
más encantadora de la revista Corazón de Bruja. Pero
no hablaremos de eso... No me libré del presagio de una Banshee
con mi sonrisa.
Y en aquel momento, quise reírme
y no parar. Su... su... su sonrisa... Reprimí una carcajada. Era lo
más estúpido que había visto nunca. En toda mi vida. Continuó
hablando, pero no le presté atención a sus palabras, sino a sus
ridículos movimientos. Se acercó a una jaula cubierta por una tela
granate que sí logró captar mi atención.
—Solamente os ruego que no
gritéis. ¡Podrían enfurecerse! —retiró rápidamente el tejido y
aparecieron enjaulados unos diablillos de color azul añil. Sus
grititos eran insoportables.
—¿Duendecillos de Cornualles?
—dijo Seaumus con una risilla.
—Duendecillos de Cornualles
recién cogidos.
Seamus rió, quitándole toda
importancia a Lockhart.
—Ríase si quiere señor
Finnigan... Pero los duendecillos de Cornualles pueden ser
endiabladamente engañosos... Veamos qué podéis hacer con ellos —y
abrió la jaula. Aquellos seres comenzaron a revolotear por toda el
aula.
—¡Está loco! —grité aunque nadie me escuchó. Estaban desperdigados por
toda la clase. Se enganchaban en el pelo, en la ropa... Eran un
incordio. Apreté los puños y busqué mi varita entre mi túnica.
Pero uno de ellos la había agarrado, y no parecía tener intención
de soltarla. En aquel momento, sentí pura rabia... Era... mi...
varita... Y mi varita no se tocaba. Arquee el labio mirando a aquel
estúpido duendecillo con pura cólera. Me subí encima de la mesa y
empecé a saltar sobre ésta, aunque él parecía burlarse de mí. Se
acercaba y alejaba con mi varita en sus diminutas y asquerosas manos.
Reprimí un grito de enfado y finalmente, logré despistarlo. Le
agarré de la cintura y lo estrujé con fuerza. Parecía que los ojos
se le hinchaban incluso.
—Mi varita... -no-se-toca
—fruncí los labios, cogí mi varita con enojo y solté a la
criatura. Ésta echó a volar lejos de mí, pero en seguida se puso a
molestar a otros compañeros. Bajé de la mesa.
—No corráis, no huyáis... Son
solo duendecillos... —dijo Lockhart con tremenda pasividad.
—¿Sólo duendecillos? —murmuré
con ironía. Anda... Pero si acaban de capturar a Longbottom...
Veamos lo que ocurre... ¿Encima de la lámpara? No aguantará... Reí
para mis adentros. Uno de los condenados duendecillos se posó en
frente de mí, le miré seria e impasible.
Le conté con la mirada
todo lo que le había hecho a su compañero, y entonces éste —que
parecía haberme leído la mente— se esfumó tan rápido que ni
pude ver a dónde iba. Y el estúpido del profesor, que no movía ni
un dedo... “¿Peske peski peste qué?” Acababa de realizar
un hechizo que ni siquiera mi oído había podido entender. Y
apostaba que el de Granger tampoco. Mira tú por dónde... Su
varita también se la habían llevado. Definitivamente, estábamos
perdidos.
—Oh no... Oh no —se dirigían
hacia el esqueleto colgante, y... Sí. Se acabó el esqueleto
colgante... Negué varias veces. Menudo profesor más estúpido nos
había tocado. Le seguí con la mirada. ¿Estaba... huyendo?
Definitivamente sí. Huyendo y sólo protegiendo un cuadro en el que
dentro se hallaba su rostro. A penas me dio tiempo a ver una ráfaga
de luz azul cuando vi como todos esos diablillos se quedaban
petrificados en el aire.
No sabía ni quién lo había hecho, ni cuál
era el hechizo. Lo único que hice fue salir de aquella aula,
frustrada, alterada y furiosa porque aquel insecto asqueroso
acababa de arrebatarme la varita. Acababa de descubrir que eso era lo
que más me enfurecía. Y para colmo, escuché gritos a mis espaldas
que incluían mi nombre.
—¡Lestrange! ¡Lestrange!
—¿Qué? —dije con
antipatía.
—¿Has visto lo que ha ocurrido
ahí dentro, verdad? De eso te hablaba. Lockhart es un completo
inútil, ¿eh?
—Esfúmate, Draco.
Éste se quedó petrificado ante
cómo le había hablado, incluso se detuvo y me dejó marchar. Y
gracias a Dios que me dejó marchar... Ese día no hablaría con
nadie.
Y ojalá que nadie se me acercara.
Llevaba un cabreo encima demasiado potente. Nunca nadie había
logrado cabrearme así... Conclusión: si no quieres enfadar a Susan
Lestrange, no toques su varita.